¿Qué libros marcan la escritura de El nacimiento de la hebra?
¿Qué lugar ocupa este libro en tu proyecto literario?
¿Cómo escribes? ¿Algún método o rutina?
De qué preocuparse y de qué no…
El futuro de Chile, ¿dónde está?…

Estas son solos algunas de las preguntas que la Revista Lectura ha hecido a Julieta Marchant, autora de el libro de poesía El nacimiento de la hebra.

¿Qué libros marcan la escritura de El nacimiento de la hebra?
No lo había pensado, la verdad. Una amiga lo leyó hace poco y me dijo «hija de Blanchot». Honestamente, es una de las cosas más hermosas que me han dicho, y no digo que ella esté equivocada, pero cuando comencé a escribirlo Blanchot no era central en mi biblioteca para nada (al contrario de ahora, cosa que ella sabe y de ahí la referencia). Desde esa anécdota, entonces, podría decir que hay muchas lecturas que, a la inversa, marcan mi lectura de mi propio libro: Carson, Blanchot, Kamenszain (hace poco una profesora me hizo notar algunas semejanzas entre El eco de mi madre y mi libro), Nancy en el asunto del cuerpo, Guadalupe Santa Cruz en un modo de mirar la letra (y por ello pongo un epígrafe de ella, aunque su libro lo leí cuando ya había terminado el mío). Y, claro, Ennio Moltedo (el título es un verso suyo), los ensayos de Silvio Mattoni que salieron acá en Chile cuando yo estaba, me parece, afinando y corrigiendo lo mío, y los textos de Derrida a los amigos muertos compilados en Cada vez única, el fin del mundo, así como el Diario de duelo de Barthes.

El primer impulso del libro fue muy poco literario: lo escribí específicamente para un concurso y lo envié dos veces y las dos veces, para mi poquísima sorpresa, perdí. Para ese concurso, escribí los dos primeros poemas del libro. Y los dejé ahí, uno o dos años, mientras escribía algo «en serio», que terminé y boté al final. Me quedé sin nada y retomé, como por default, El nacimiento de la hebra. En un inicio lo pensé como algo que no traicionara mis maneras y mi ética escritural, pero que a la vez fuera digerible. Se me vino entonces la idea del montaje, de algo semejante a lo que hace Lyn Hejinian en My Life, estructura que muy evidentemente acá, en la poesía chilena reciente, retoma Víctor López. Quería hacer algo con ello, pero a mi modo, darle una cierta movilidad al poema, diferentes entradas y que, en el montaje, relampaguearan diferentes sentidos, múltiples (esto, es obvio viéndolo así, lo pensaba sobre todo desde Benjamin).

¿Qué dijo tu editor o primer lector cuando leyó los manuscritos?
No recuerdo, la verdad, quién fue el primer lector del libro. Solo recuerdo que, cuando lo presentí medianamente terminado (un año y medio antes de publicarlo), se lo pasé a tres lectoras: una poeta de mi edad, mi amiga más cercana –de la época del colegio– y una amiga, digamos, de la adultez. Las tres son igual de importantes e influyentes en mi relación de ver –y de relacionarme con– el mundo. Pasado un año, ninguna lo había leído, y tampoco puedo asegurarte que lo han leído ahora. Al menos sé que una de ellas no, porque se fue de Chile a estudiar a Europa hace como un mes y se llevó el libro en la maleta. No tengo idea qué significa eso, pero cuando le pregunté a una por qué, me dijo que sintió que cuando se los pasé fue como «léanlo en algún momento si no les da demasiada flojera». Supongo que no le doy mucha importancia a mis libros, al menos hasta que están ad portas de publicarse, y ahí sí lo leyó la poeta de arriba –mantengo el anonimato o me mata–, mis compañeros de editorial –según yo, los cuatro, aunque quién sabe–, mi pareja y, antes que ellos, mi mamá, que me dijo: «Ya se me acabó un paquete entero de pañuelitos y empecé con las servilletas. Gracias totales». La crítica implacable de la madre.

En general, estoy años con un libro (este lo comencé el 2010) y edito, corto, boto, corrijo con una obsesión más o menos enfermante (por lo bajo, boto libro por medio). Entonces, es más o menos difícil que tenga que desarmarlo completo al momento de querer publicarlo y de que se tope con un lector o editor (la excepción es Té de jazmín, que gracias a mis editores no salió en su primera versión, que es francamente lamentable. Así que agradezco mucho sus tijeras).

Julietta Marchant

¿Qué lugar ocupa este libro en tu proyecto literario?
Cuando empecé a escribir, digamos, con vistas a publicar –con Urdimbre– tenía un rechazo abismal respecto de lo biográfico. Me parece que este libro es una especie de reconciliación con eso, aunque obviamente en Urdimbre estaba el sustrato biográfico colándose. El punto es que ahí experiencié una tensión muy grande con eso, una desconexión forzada y autoimpuesta. Luego vino Te de jazmín, que es un texto muy breve, basado en una escena totalmente biográfica y que publiqué, pienso ahora, desde un impulso arrollador e incluso infantil. El nacimiento de la hebra, quizá, sella esos dos momentos, entre el rechazo y la entrega, porque en parte tiene algo de ambos, de las tensiones de ambos, pero ya desde una posible conciencia, desde el trabajo con y desde aquellas tensiones. En un inicio me interesaba específicamente el asunto de la mujer –que trabajé en Urdimbre– y luego lo biográfico –que leí en Té de jazmín–, pues bien, diría yo, en El nacimiento de la hebra esos sitios de entrelazan.

¿Cuál es tu planta o árbol favorito?
En el libro aparece la achira, que es una planta perenne, de bulbo, como la cala. Es una planta con unas hojas grandes, más o menos gruesas, que tiene una flor roja enorme, desmesurada. Nunca tuve una relación de cuidado con las plantas, pero crecí viendo a mi madre plantando, podando, regando, sacando trocitos de otros patios y presencié el crecimiento y la proliferación de sus jardines. Mi bisabuela era igual que mi madre –le pasaba un montón de plantas– y, cuando murió, vendimos una casa que teníamos en Algarrobo y mi mamá se trajo plantas de ahí –que ella había plantado en su jardín, pero que eran inicialmente de mi bisabuela–. Cuando me independicé, mi mamá me pasó bulbos de esas plantas y ahora las tengo en mi propio balcón. Están ahí, como una vez estuvieron con mi bisabuela. Tengo unas calas, que derivaron de unas que ella sembró hace una chorrerra de años. Y el jardín de la casa de mis papás, acá en Santiago, está repleto de achiras. Esos movimientos y mutaciones me conmueven profundamente. También tenemos acá un clavel del aire, que nos dejó Guadalupe Santa Cruz, y que una vez estuvo en su hermoso –y ahora ausente– jardín. No respondí tu pregunta, pero bueno, se intuye.

¿Influye tu trabajo como editora en tu escritura?
Me parece que no puede sino influir. Me fascina editar porque siempre he pensado que trabaja, por rebote casi, el ego: publicar a otros, entusiasmarse con esa idea incluso más que con la propia «obra», todo ese trabajo silencioso que implica meterse en un texto ajeno y seguir toda su cadena de producción hasta que está en una estantería, es, en cierto sentido para mí, darle cabida al otro, radicalmente. Hacerme a un lado como «autora», y con mucho placer. Eso como primera cosa. Pero además, influye de dos maneras menos trascendentales: una doméstica y una con más espesor. En términos domésticos, trabajo muchísimo y me encanta. Edito en Alquimia, codirijo Cuadro de Tiza y trabajo en libros como independiente (hace poco montamos, con Pilar Guerrero, J&P Editoras, para esos trabajos, digamos, externos). En mi lista de prioridades, siempre está la edición arriba. Me interesa en demasía la escritura y la literatura como para solo dedicarme a escribir. Eso provoca que tenga muy pocas horas, diría yo, al mes o al semestre incluso, para escribir. A veces no escribo una sola palabra en meses y eso es cada vez más habitual en mí. Respecto del otro asunto, la mitad de lo que leo es lo que edito o lo que estoy investigando para publicar. Y mis lecturas, obviamente, calan en lo que escribo. Cuadro de Tiza, pienso a veces, es un catálogo de todo lo que quisiera escribir cuando mi mano no alcanza la elevación.

¿Cómo escribes? ¿Algún método o rutina?
Esta pregunta me da un poco de risa –incluso más que la de las plantas (que ya era suficiente)–. Escribo sentada, para partir (no de pie, por supuesto, como Hemingway, asunto rarísimo; aunque antes lo hacía como Capote, es decir, recostada, pero ya no: como verás, esta pregunta de «cómo escribes» se la hacen a los escritores más fundamentales y también a los más insignificantes). Y siempre, pero siempre, con música. También leo y edito con música, el silencio total me bloquea. En computador, nunca a mano, y con muy poca rigurosidad, pero siempre con intensidad: paso meses sin escribir, tal vez hasta más, un año, por ejemplo. Sin embargo, cuando me meto en un libro en serio, me cuesta soltarlo y ahí posiblemente escribo a diario. No tengo un ritual cursi, del tipo la rosa amarilla o la manzana descompuesta, si eso querías saber (hay gente que verdaderamente responde –y hace– esas cosas). Solamente música, computador y cigarro.

¿Tiene nombre tu próximo proyecto? ¿De qué tratará?
De los marcianos secuestrando a Matthei (obviamente hay alguien escribiendo sobre eso en este preciso momento). Y sí, tengo un nuevo proyecto, que empecé el 2013, me parece. Se llama Habla el oído y lo comencé en el transcurso de un taller de lecturas de Derrida, que tomé con Marcela Rivera. Lo que voy a decir es muy poco profesional, pero en ese taller hablábamos tanto y leíamos con tal intensidad, que no te miento si confieso que en alguna clase se me erizó el cuerpo completo, casi hasta las lágrimas. Llegaba a escribir después de esas sesiones, y no podía ser de otra manera. Ahí empecé ese texto, que es breve aún y que se dirige a un lugar muy intuitivo: el oído como órgano de la poesía. Recuerdo en el último libro de Guadalupe Santa Cruz, Esta parcela –un libro hermoso, conmovedor, de una factura inédita, que en Chile, en términos generales, pasó prácticamente desapercibido (tenemos una deuda muy grande con ella)–, una imagen de un cuerpo-ojo abierto inmenso, pues para Santa Cruz el ojo –como artista visual que era– resultaba central en la escritura. A mí me ocurre eso con el oído. Estoy ahora mismo leyendo a la poeta uruguaya Amanda Berenguer y un articulito sobre ella acerca de la voz. Ahí citan algunas de sus experiencias con la escritura y de lo fundamental que era en su proyecto escritural el oído, leerse en voz alta, poner en voz las palabras (hizo incluso un disco, algo desafortunado a mi parecer, leyendo poesía; aunque el gesto puede que sea muy afortunado en términos de experimentación personal). Me pasa igual: las palabras y sus sonidos, cómo colisionan y se encuentran esos sonidos, es lo que me llama a escribir. Y eso es, en un abstract nada de elegante, Habla el oído.

Julieta Marchant Revista La Lectura   ¿Qué es lo peor de levantarse de una silla?
Pasaron como diez minutos antes de entender la pregunta –estoy lenta, es diciembre–. Me imagino que te refieres a «nadie se levanta de sus sillas» o algo así, verso que se repite varias veces en El nacimiento de la hebra. Bueno, podría decirte que yo lo que quería en ese momento, al repetir ese verso una y otra vez, es que alguien se levantara de su silla. Lo que, muy someramente, quiere decir que la escena de todos sentados en sus sillas (escena que remite de manera específica a un viaje a Cuba que hice y a la imagen de los turistas sentados en esos macabros hoteles a lo gringo, tipo todo incluido y esas horrorosidades) es como una metáfora de la masa desinteresada por cualquier cosa más allá de su efímero placer personal y miserable. Lo mismo en la vida, en la amistad, en el amor: sin el entusiasmo de elevar el cuerpo hacia el otro, queda el puro polvo.

De qué preocuparse y de qué no…
Según yo, hay que preocuparse del cuerpo (últimamente así lo pienso). De hacerse cargo del cuerpo, que es un tema también que poéticamente me interpela desde siempre. Y de los afectos, de conservarlos con todo el ímpetu posible. Si hay algo que verdaderamente me nubla es la gente fría, me parece una especie de egoísmo y egotismo brutal; esas personas que bajo cualquier ángulo son impenetrables me generan una sospecha rotunda.

Sobre lo segundo –según yo ídem–, no hay que preocuparse del ego, aunque sí, me equivoco, hay que preocuparse, pero en el sentido de mantenerlo a raya y obviarlo casi siempre. El autopromotor de la obra, ese poeta que anda con la mochila llena de sus libros, es una cosa que en general me descompone. Y, como está repleto de ellos, me siento con una pata en el mundo literario y con todo el resto afuera. Tengo muy pocos amigos en esa esfera, me entran en una mano diría. Eso me juega casi siempre en contra, pero no, sigo pensando que no debería preocuparnos. Y, finalmente, hay que preocuparse del humor, negro o blanco, en cualquiera de sus formas; perderlo es fatal.

El futuro de Chile, ¿dónde está?
Espérate, voy, le pregunto a Pedrito Engel y vuelvo. Así de etérea es la pregunta.
Difícilmente el futuro de Chile está en Chile, en los poderes que mueven a Chile. Al menos yo soy escéptica. No creo que las cosas se muevan más que en círculos de muy pequeño diámetro, en un eje anclado en la herencia de la dictadura. Tengo siempre la fantasía de irme de acá, pero, parafraseando un poema de Nadia Prado, soy una provinciana.

Lee aqui la entrevista su Revista Lectura.

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