El encuentro con un libro es antes que todo el encuentro con un título: Toda la luz del campo abierto se llamaba Casa volada. La concordancia con el relato “Casa tomada” (en italiano “Casa ocupada”) de Julio Cortázar da inmediatamente inicio a una serie de analogías – casa ocupada por voladores, casa volada en las tramas del sueño – que por sí solas bastarían para encuadrar la dimensión del juego que el autor se ha querido conceder. Por otra parte, en la novela de Francisco Ovando las referencias al gran Cronopio son múltiples, ya sea bajo la forma de una referencia explícita o ya sea en la construcción de la arquitectura textual: como Rayuela de Cortázar, la novela de Ovando puede ser leída siguiendo una tabla que es dada al lector en la primera mitad del libro, y que se basa en los ocho trigramas del I Ching, gráficos compuestos por tres lineas paralelas, enteras o intermitentes, móviles o fijas. Pero Casa Volada, en chileno, quiere decir también casa fumada, casa drogada; agitada por pichones que, desde el ático, han volado a los libros de ornitomancia y entre las líneas del I Ching, a través de incursiones que les han asignado un Destino, desafiado en la tarde en un tablero de juego improvisado entre el polvo de las estatuillas de porcelana y las migajas del pan viejo.

Volada dice mucho más de aquello que significa, y el ámbito de la connotación  no es siempre posbile extenderlo a otra lengua-cultura sin que en el traducir, en el llevar hacia la otra parte, no haya una perdida, una empobrecimiento en detrimento a los lectores. Todo lo que es intraducible no hace más que decirnos: la lengua es un espacio inventado, un artificio cuyos límites son necesariamente violables. Si la lengua no se renueva bajo el impulso de lo nuevo, bajo la prueba de lo diferente que es la traducción, que evidencia los puntos débiles, la lengua se apaga, muere, como nos recuerda el mejor herrero del siglo XX – el poeta cuyo nombre algunos, celosos y orgullosos de sus propios límites, quisieran apropiarse –:

“When a word or phrase is translated and no general equivalent is found but rather precision is sought, the receiving language is enlarged. Translation highlights the sound, the weak spots in the receiving language, and awakens it, stirs it up. Otherwise the language dies.”1

La lengua vive sólo si reinventa en continuación las reglas del juego. De otra manera la lengua constriñe.

La novela de Ovando se mueve en el campo de la invasión de los límites impuestos para derribar cada frontera mental, física o lingüística que separe Toda la luz del campo abierto. Y en el campo abierto la materia se plasma a través  de un vertiginoso alternar de regístros en los cuales cada fragmento, o voz, habla la lengua que le es propia, según las inclinaciones de la luz, de los puntos de fuga: la crónica del diario de a bordo de D’Halmar, que cuenta la locura del Pintor, se alterna a la voz de la locura misma y a aquella de David Arqueros, un detective de biblioteca de ecos Borgianos, que sigue y teje el hilo de la locura que invadió al autor del primer desnudo chileno.

Cuando jugar dentro de los limites de un tablero (del lenguaje) no es suficiente, es que se reivindica la reescritura de las reglas y, así haciendo, se plasma la materia lingüística. En virtud de aquello, el acto de amor y la creación artística son una pulsión hacia el erosismo, que es eros y erosión. O aún, los agentes de la locura que invadió al Pintor salen del reino que les apartiene, la imaginación, para penetrar con ferocidad en lo real bajo la forma de invisibles tortusionarios, evidentes sólo cuando la luz se inclina a favor de la locura: la voz del divino Martellus.

Estos puntos de vista, las piruetas de los registros y de las voces que intentamos conducir hacia la lengua italiana con la traducción de Toda la luz del campo abierto, intentando no incurrir en la fácil tentación de semplificar y

“exigir que cuanto en la lengua original es sublime, grandioso e insólito, en la traducción pueda ser comprendido facilmente y al instante”2.

Ovando pone en acto un sútil juego de espejos entre las diferentes narraciones intercaladas en la historia, y la clave para seguir el hilo es el uso de las palabras. La recurrencia de un adjetivo, o de una herramienta, sirve para reconocer el mapa del juego y, así, descubrir los espacios dónde los planos se funden, como si el evento narrado fuera solamente uno y todas las historias no fuesen más que reflejos de la misma  imagen guardada en los diferentes momentos de la jornada y de la inclinación del haz de luz. Para esto, en el acto de traducir se ha buscado antes que todo una fidelidad a la gramática del autor, a sus coordenadas infratextuales, evitando recorrer a elecciones sinonímicas en donde la repetición podía evocar otros fragmentos y otras voces.

Sin embargo, hemos actuado en la convicción que el texto traducido no es una mera restitución, sino el éxito de un trabajo paciente de reproducción a partir de un pre-texto. Así las puertas de una casa volada se han abierto en Toda la luz del campo abierto para decir (casi) lo mismo, variando la angulación.

Traducir es problematizar dialécticamente los límites arbitrarios entre las lenguas-culturas, para que el espacio inédito de los límites sobrepasados de origen a lo nuevo: en el tiempo material del trabajo de traducción, cada texto producido es una niña criolla che ha encontrado una voz.


1. Pound, E., Ezra Pound’s Poetry and Prose, Contributions to periodicals, vol. V, 1991, Garland, p. 310.

2. Humbolt, W., «Introdcción a la traducción de Agamennone de Eschilo», Scritti filosofici, 2007, UTET, p. 710. Traducción de Giovanni Moretto e Fulvio Tessitore.