Leí por primera vez Aldabas durante un viaje que hacía entre Buenos Aires y Rosario. Lo leí varias veces, casi todas las veces que me permitieron las horas que duró ese trayecto. Había tormenta, como las que suelen levantarse en esa zona de aguas y aguas que se entrecruzan a orillas del Paraná, y no podía dejar de pensar entonces en lo absurdo que sonaban, frente a la poesía discretísima de Macarena, los truenos retumbantes de ese temporal. Porque los versos de los que está hecho Aldabas avanzan tan suavemente y sin ruido que hasta podemos oir el vuelo de esa pelusa que se levanta en el zagúan de la casa que es también este libro. Y si en esa casa reina el silencio, los objetos que la amueblan parecen a primera vista mudos, austeros, tan poco significativos que la propia palabra poesía bastaría para ruborizarlos:

“un colchón una silla / dos cucharas un / plato chico y otro grande / tres copas / una almohada

un colchón / algunos libros / poca luz / un hijo / una ventana / en caso / de emergencia”

A primera vista, decía, porque de pronto todos esos objetos mudos y austeros comienzan a emanar afecto, a ser las pruebas y también los testigos de una ausencia que Macarena no reduce a la “miseria metafísica” de un concepto. Que la ausencia esté encarnada quiere decir aquí que pesa y duele: “el pecho suena como el desierto”, dice la voz del libro. Quiere decir, también, que la ausencia encuentra en Aldabas la forma misma de su procedimiento, su propia economía. Los versos no están allí para enriquecer al poema, sino para adelgazarlo, para volverlo casi imperceptible, para vaciarlo hasta el punto de hacernos sentir que nosotros mismos estamos hechos de agujeros por donde se pone a destilar la vida.

“sábanas blancas secándose / al sol”

Blanco, mínimo, nítido. Así es entonces Aldabas, como si Macarena quisiera restarle al lenguaje todo lo que lo aparta del silencio, y a la acción, todo lo que la distingue de la inmovilidad. Por eso quizás las poses del cuerpo aparecen en este libro diseccionadas, obligándonos a nosotros, los lectores, a reconstruirlas para dar al fin con su pathos:

“los dedos índice y pulgar /tocando /el labio inferior /el otro brazo /extendido/ contra la silla/ la inclinación del torso /las piernas cruzadas /el mentón hacia arriba /el humo”

Y pese a eso, hay en cada verso una incesante actividad, expresada tal vez en la figura del viaje. Porque Aldabas, aunque es un libro que “revolotea entre el zaguán y el patio interior” –así se llaman sus dos primeras secciones- es también un libro de viaje: alguien sale de casa, alguien se despide, alguien prepara una maleta, alguien se va, alguien recuerda. Pero no estamos completamente seguros si es quien se va o quien se queda el que toma la palabra, y es la temporalidad misma de las acciones que marcan ese viaje las que están fuera de quicio. Libro de ida y vuelta, libro también de duelo. “El viaje libera la mente para el juego de las asociaciones, para los sufrimientos (y erosiones) de la memoria, para degustar la soledad”, dice Sontag, y el viaje que propone Aldabas –sea real o imaginario, al exterior o alrededor del cuarto- se transforma en una zona de transición entre una prehistoria perdida y un porvenir secreto, sin dejar de tender hacia las dos al mismo tiempo.

Paz López